mudo. ¡Sí! Nuestra lengua es muy hábil en hacer comentarios, pero el amor sin
comentarios es aún más hermoso. En su ambición por describir el amor la razón se
encuentra como un asno tendido cuan largo es sobre el lodo. Pues el testigo del
sol es el mismo sol.
El sabio anciano pidió al sultán que hiciera salir a todos los ocupantes del
palacio, extraños o amigos.
"Quiero, dijo, que nadie pueda escuchar a las puertas, pues tengo unas
preguntas que hacer a la enferma."
La sirvienta y el anciano se quedaron, pues, solos en el palacio del sultán.
El anciano empezó entonces a interrogarla con mucha dulzura:
"¿De dónde vienes? Tú no debes ignorar que cada región tiene métodos curativos
propios. ¿Te quedan parientes en tu país? ¿Vecinos? ¿Gente a la que amas?"
Y, mientras le hacía preguntas sobre su pasado, seguía tomándole el pulso.
Si alguien se ha clavado una espina en el pie lo apoya en su rodilla e intenta
sacársela por todos los medios. Si una espina en el pie causa tanto sufrimiento,
¡qué decir de una espina en el corazón! Si llega a clavarse una espina bajo la
cola de un asno, éste se pone a rebuznar creyendo que sus voces van a quitarle
la espina, cuando lo que hace falta es un hombre inteligente que lo alivie.
Así nuestro competente médico prestaba gran atención al pulso de la enferma en
cada una de las preguntas que le hacía. Le preguntó cuáles eran las ciudades en
las que había estado al dejar su país, cuáles eran las personas con quienes
vivía y comía. El pulso permaneció invariable hasta el momento en que mencionó
la ciudad de Samarkanda. Comprobó una repentina aceleración. Las mejillas de la
enferma, que hasta entonces eran muy pálidas, empezaron a ruborizarse. La
sirvienta le reveló entonces que la causa de sus tormentos era un joyero de
Samarkanda que vivía en su barrio cuando ella había estado en aquella ciudad.
El médico le dijo entonces:
"No te inquietes más, he comprendido la razón de tu enfermedad y tengo lo que
necesitas para curarte. ¡Que tu corazón enfermo recobre la alegría! Pero no
reveles a nadie tu secreto, ni siquiera al sultán."
Después fue a reunirse con el sultán, le expuso la situación y le dijo:
"Es preciso que hagamos venir a esa persona, que la invites personalmente. No
hay duda de que estará encantado con tal invitación, sobre todo si le envías
como regalo unos vestidos adornados con oro y plata."
El sultán se apresuró a enviar a algunos de sus servidores como mensajeros
ante el joyero de Samarkanda. Cuando llegaron a su destino, fueron a ver al
joyero y le dijeron:
"¡Oh, hombre de talento! ¡Tu nombre es célebre en todas partes! Y nuestro
sultán desea confiarte el puesto de joyero de su palacio. Te envía unos
vestidos, oro y plata. Si vienes, serás su protegido."
A la vista de los presentes que se le hacían, el joyero, sin sombra de duda,
tomó el camino del palacio con el corazón henchido de gozo. Dejó su país,
abandonando a sus hijos, y a su familia, soñando con riquezas. Pero el ángel de
la muerte le decía al oído:
"¡Vaya! ¿Crees acaso poder llevarte al más allá aquello con lo que sueñas?"
A su llegada, el joyero fue presentado al sultán. Este lo honró mucho y le
confió la custodia de todos sus tesoros. El anciano médico pidió entonces al
sultán que uniera al joyero con la hermosa sirvienta para que el fuego de su
nostalgia se apagase por el agua de la unión.
Durante seis meses, el joyero y la hermosa sirvienta vivieron en el placer y
en el gozo. La enferma sanaba y se volvía cada vez más hermosa.
Un día, el médico preparó una cocción para que el joyero enfermase. Y, bajo el
efecto de su enfermedad, este último perdió toda su belleza. Sus mejillas
palidecieron y el corazón de la hermosa sirvienta se enfrió en su relación con
él. Su amor por él disminuyó así hasta desaparecer completamente.
Cuando el amor depende de los colores o de los perfumes, no es amor es una
vergüenza. Sus más hermosas plumas, para el pavo real, son enemigas. El zorro
que va desprevenido pierde la vida a causa de su cola. El elefante pierde la
suya por un poco de marfil.
El joyero decía: